4 jul 2008

¿Te gustan los hospitales? ¡A mi no!


No me gustan los hospitales, los detesto, así de simple, así de frío; precisamente por eso, por fríos, por ese olor a dolor ajeno que termina haciéndote recordar el dolor propio. Existen en el mundo pocas razones que sean suficientemente válidas para hacer que pise uno de esos edificios donde se mercadea la salud y el dolor de las personas -sin distinción de ricos o pobres- y entre estas están: ir por obligación, coacción o por acompañar a alguien que quiera tanto, que no me importe pisotear mi tedio, alguien como Doña Carmín –mi mamá-.

Nuestra visita fue rutinaria -para ella- no hubo nada fuera de lo común y su males están bajo control; pero para mi fue muy pesada y es que constantemente recibo estímulos y mensajes que me ocupan hasta llegar a aturdirme; vienen de todo lo que veo, lo que respiro, lo que escucho, lo que siento, lo que pruebo; lo que vivo en fin y lo que en medios de mis a veces largos silencios, funcionan como detonadores y logran que mi cerebro viaje a mil, razone a mil, se cargue a mil y me sobrecargue a mí.

Apenas pisar la oficina del cardiólogo sureño comenzaron los clichés -Ay, como los adoro- un consultorio lleno de viejitos quejumbrosos y peliblancos, que purgan esas penas que viajan tormentosas desde el pasado, viejitos peliblancos que en medio de la soledad que muchas veces los caracteriza, invierten su tiempo con todo el fervor que les queda, en visitar doctores con la esperanza de que les devuelvan la salud que les robó inclemente el tiempo.

Doña Carmín no pertenece a ese grupo, no aún. Pertenece al otro, al de lo más jóvenes, esos que visitan al doctor sureño porque terminan siendo víctimas de sus genes, y del historial cardiaco familiar.

Nada mas salir de ahí y caminar por los fríos y aburridos pasillos del hospital hicimos una parada que terminó por sobrecargar mis emociones, de repente frente a mí y en un cuartito improvisado en sala de emergencias, estaba ella “La Tía Regina”, confieso que conocía el nombre de “La Tía” pero solo eso, no a ella y fue reciproco porque ella tampoco me reconoció a mi y al parecer Doña Carmín caminaba conmigo en el dúo de las irreconocibles pues tampoco a ella la reconocieron. Sin planearlo nos convertimos en ecuación matemática: Yo no conozco a “La Tía”, “La Tía” no me reconoce a mí , Doña Carmín reconoce a “La Tía”, pero la “Tía no la reconoce a ella, por lo tanto, Doña Carmín es la única que conoce a todas, así que le tocó presentar ¿Inmediatamente? (momento para carcajearme) -No sería Doña Carmín si lo hubiera hecho- Pues no, fue hasta después de las debidas aclaraciones de que número en la lista de hermanos, hacía Doña Carmín, después de aclarar que no era Tereza y que tampoco era Mily -la del nene- que “La Tía” no se si por cansancio o por no hacernos sentir mal y salir del paso, dijo: “Ah si, Carmín” mientras degustaba sonoramente una cosa pegajosa que le dieron de comer en ese centro mercader de angustias.

De repente mientras hablaban “La Tía” y la sobrina, yo de cuerpo presente pero mente viajera tuve una sensación muy extraña, como si viera desde afuera, como si no estuviera en mi cuerpo y no perteneciera a ese grupo de mujeres; me abrumó el parecido físico de Doña Carmín con “La Tía”, me abrumó volver a tierra y saberme en reunión y formando parte presente de tres generaciones de mujeres y de ver como el tiempo desgasta, no solo el cuerpo sino la mente. Como la vejez es cruel cuando arrastra consigo soledad.

Me asustó mucho ver en “La Tía” el reflejo de mi mamá y verla tan frágil. Doña Carmín es una mujer fuerte, muy fuerte, de temple y energía, mas no de carácter porque la rodea una dulzura no tan común en su familia y casi inexistente en mí. Así delgadita y de apariencia frágil es el pilar de mi casa, de mi amor, de lo que soy y de lo que seguramente seré.

Se apoderó de mi el egoísmo decidí que Doña Carmín jamás llegaría a estar en la posición que está “La Tía” sin otra razón que no fuera que no me daba la gana, que mi mamá jamás se iría y que esos tiempos de fragilidad no llegarían.

Un ratito después, al ver que la “delicada” Tía se había quitado el suero, regañoneaba a diestra y siniestra y mandaba saludos a la familia, reí para mis adentros y pensé: ¡Ya se a donde pertenezco! Entonces y solo entonces liberé a Doña Carmín de su obligación desconocida de tener que estar bien para siempre, y envié el mensaje al universo.

Sólo quiero que sepa si es que algún día lee esto, espero estar siempre ahí para acompañarla en su camino y que viejita, arrugada, peleona y quisquillosa la amaré igual o más que ahora.

Y así con “La Tía” diciendo que nos agradecería nada a nosotras sino “Al Señor” nos despedimos caminando juntitas por los fríos y pálidos pasillos del hospital directo a la casa.

¿Habrá que volver pronto? ¡Espero que no!









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